En el último informe sobre desarrollo humano que publicó la ONU, Islandia fue definida como el mejor lugar del mundo para vivir. Un sondeo de la fundación británica New Economics empleó parámetros diferentes a los del estudio de Naciones Unidas, midiendo la expectativa de vida de todas las naciones europeas, la satisfacción de sus habitantes y la protección del medio ambiente, pero llegó a la misma conclusión: Islandia era el país más feliz.
El 23 de enero, el primer ministro islandés, Geir Haarde, anunciaba su renuncia y convocaba elecciones anticipadas para el 9 de mayo, aunque su mandato debía finalizar en 2011. Con él, caía todo su gabinete. Una semana continua de protestas fue el desenlace de un malestar ya evidente desde octubre. Los manifestantes acudían al Parlamento no sólo para reclamar la dimisión del Gobierno, sino para exigir un cambio contundente en la línea política que se había seguido.
Lo cierto es que hasta ahora Islandia, que no es miembro de la Unión Europea, era uno de los países más ricos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), y el crecimiento de su economía rondaba el 6%. Pero en el año 2000 el sistema bancario fue privatizado. Según Robert Wade, profesor de la London School of Economics, la propiedad de los bancos “pasó a personas que tenían estrechas relaciones con los partidos de la coalición conservadora gobernante, que apenas tenía experiencia en la banca moderna”.
Con la puerta abierta para cualquier tipo de operación, los bancos se endeudaron y decidieron financiar empresas hipotecarias, con especial simpatía por las de Reino Unido. Los intereses de los préstamos subieron, las reservas de los bancos dejaron de estar condicionadas, y así pareció surgir una época dorada. Pero poco a poco, y ante un mercado especulativo que comenzaba a contraerse, Islandia se ha encontrado con que tiene una deuda externa casi equivalente a seis veces su PIB.
La solución que adoptó un Ejecutivo ya agonizante fue la de nacionalizar los tres mayores bancos del territorio, que habían colapsado, y pedir préstamos cuantiosos al FMI y a otros países. Ahora, mientras Johanna Sigurdardottir lidera un Gobierno de transición en Islandia, el miedo a que el desplome se extienda por otras naciones tiene en vilo a Reino Unido, cuyo sistema financiero ha estado muy expuesto a los capitales islandeses y que, por primera vez desde 1991, ha entrado en recesión. Quizás por eso, algunos analistas han comenzado a referirse al país como la “Reykjavik del Támesis”.
* Artículo escrito para el periódico quincenal Diagonal
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