lunes, 11 de mayo de 2009

Movimiento en Buenos Aires

Con ya dos semanas en Buenos Aires, puedo afirmar que esta ciudad no deja de ser acogedora. Permite la conversación espontánea, la curiosidad respetuosa hacia un extranjero que descubren enseguida “por la tonada española”, como ellos dicen. Hoy, por ejemplo, me aproximé a una tienda de frutas y verduras y esperando a que una señora fuera atendida escuché la conversación que ésta mantenía con la dependienta, que debía de ser boliviana. La señora, ya mayor y muy bien vestida, se dirigió a ella por su nombre de pila, y le comentó que tenía ganas de volver a su casa porque se había caído el día anterior, venía del médico y tenía ganas de descansar tras un tropezón que no había tenido mayores consecuencias, pero que a su edad asusta. Cualquier comentario que me vino al vuelo le sirvió para dirigirse a mí, preguntarme de dónde era, y qué hacía en Buenos Aires. Le respondí gustosa y ella me miraba muy atenta y asintiendo. Hizo por irse, y mientras yo estaba eligiendo ya unas cuantas mandarinas, volvió sobre sus pasos y me preguntó que dónde vivía. Cosas que pasan, no era que yo recordaba el número de mi portal, pero le indiqué por dónde estaba ubicada. Me preguntó mi nombre y me dijo que si ella llegaba a enterarse de algún trabajo en periodismo me iría a buscar.

¿Es tan natural este tipo de encuentros en Europa?

Cualquier pregunta de ubicación por la calle es atendida sin prisa y con las indicaciones precisas. Y si yo de regla general pregunto mucho, en una ciudad que todavía no conozco, mucho más. Llevo un mapa, claro, y el sistema de transportes público te acerca a casi cualquier parte, pero siempre toca caminar. Y aquí una manzana son como dos de Madrid. O esa es la impresión. Me he dado cuenta de que tardo al menos 45 minutos en llegar a cualquier parte, aún estando por el centro. El metro lo tengo al lado así que suele ser la opción más fácil, pero como medio de transporte tiene la capacidad de absorber toda la energía con la que uno empieza. Suele estar abarrotado de gente, es oscuro, con sistemas de ventilación precarios y en los vagones hay por definición un ruido ensordecedor que impide cualquier charla tranquila.

Por otra parte, la gente no está acostumbrada a dejar paso en las escaleras mecánicas. Se ponen de manera aleatoria en la izquierda y en la derecha ocupando todo el espacio, así que las prisas deben ser contenidas. Se me había ocurrido ir proponiendo a todos los que se pusieran en la izquierda la idea de que se colocaran en la derecha, dado que a ellos les da igual ponerse en un lado o en el otro, y así contribuyen a que los que queramos vayamos subiendo por la izquierda. Al final he desistido. He decidido que mis ganas de cambiar el mundo no tienen por qué empezar precisamente en el metro.

Se crean situaciones muy peculiares en este “subte”, como así lo llaman. Dado que tanta gente lo utiliza, no es difícil que en horas punta pasen trenes y trenes en donde la gente va tan apretada que caras y manos se agolpan en las ventanillas, como en pedido de auxilio. Lo único que pasa es que van apretados como pollos asfixiados. En una ocasión, estaba esperando en una estación a que viniera el tren. Tuve que dejar pasar dos porque consideré imposible la idea de abrirme paso dentro de la marea humana encajonada dentro de los vagones. Al tercero conseguí subir, y en ese momento me llamaron por teléfono. Hablé apenas un minuto, y cuando colgué, una señora me ofreció un asiento que había quedado libre. La mujer era ya mayor y llevaba un carro, pero el asiento se lo ofrecía a la joven de pie “porque es ud. extranjera y es nuestra manera de darle la bienvenida”. Silencio absoluto en todo el vagón, todo el mundo mirando, y yo no pude hacer otra cosa que sonreír avergonzada y rechazar muy amablemente el ofrecimiento.

¿Habría sido posible eso en Madrid?

Estos porteños... tienen muchas particularidades, que iré relatando. Pero se dejan querer.

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