Eduardo Galeano debía de menear la cabeza cada vez que lo identificaban con Las Venas Abiertas de América Latina.
Habían pasado décadas, pero todavía lo anclaban a un libro escrito en
1971. Su obra más íntima, privilegiada al acompañarlo, era en realidad
la que palpitaba en una pequeña libreta que llevaba consigo allá donde
iba. Era periodista. Levantaba sus ojos de águila, y escribía.
Supo trasladar a la palabra sortilegios de la vida cotidiana, héroes
anónimos, anécdotas furtivas. Sus días no eran ocupados, se enredaban.
Le daban alegrías las alegrías ajenas. En un intercambio epistolar, no
mandaba abrazos. Abrazaba directamente, y besaba desde la distancia.
Hace años que lo apuraban problemas de salud, pero en confianza, él
deshacía preocupaciones en el aire. Todavía bebía el café a sorbitos, y
la vida, sin apuros.
“Tenemos que conocernos para empezar a reconocernos, para saber todo
lo que podemos aprender del otro”, murmuró despacito en un diálogo en
2010 con esta cronista. “El sistema dominante de hoy nos impone una verdad única,
una única voz, la dictadura del pensamiento único que niega la
diversidad de la vida y que por lo tanto la encoge, la reduce a la casi
nada. Lo mejor que el mundo tiene está en la cantidad de mundos que él
alberga, y eso vale a su vez para América Latina. Lo mejor de ella es la
cantidad de Américas que contiene”.
Eduardo Galeano retrucaba con la palabra, se reía con ella. Pero la
pluma que acompañaba su cuaderno latiente se revolvía exasperada al
escribir sobre ese ser vivo y doliente que para él era esta parte del
mundo, un “arcoiris terrestre, que ha sido mutilado por unos cuantos siglos de racismo, de machismo y de militarismo”.
Lo aguijoneaban la esperanza y las contradicciones de una América
Latina que buscaba desprenderse de “viejos demonios” como los que la
arrastraban a la cultura de la impotencia. “Nos han dejado ciegos de
nosotros mismos. Es necesario recuperar la diversidad para celebrar el
hecho de que somos más que lo que nos dijeron que somos”, argüía con
picardía.
Por eso, decía, no hay que tenerle miedo a la verdad de la vida. “Hay
que celebrarla, porque lo mejor que tiene la vida es su diversidad. El
sistema que domina el planeta nos propone una opción muy clara. Hay que
elegir, a ver si querés morirte de hambre o de aburrimiento. Yo no me quiero morir de ninguna de las dos”.
No se murió de ninguna de las dos. Cuando los embates de la
enfermedad empezaron a apartarlo sin conmiseración de los trajines
públicos, él se resguardaba en el silencio, de puntillas. “El tiempo no
acaba aunque me acabe yo”, me escribió en cierta ocasión. “De todos
modos, tengo pruebas irrefutables de que me queda cuerda para rato”.
Esa cuerda ahora ha quedado inmóvil, detenida en el rastro de todos
sus libros que todavía son el testimonio excepcional de la voz que
vestía sus palabras al ensalzar de manera irrepetible la complejidad de
un continente que hoy llora su ausencia.
* Artículo publicado el 11 de abril de 2015 en La Marea.
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