martes, 14 de abril de 2015

El latido inmortal de Eduardo Galeano

Eduardo Galeano debía de menear la cabeza cada vez que lo identificaban con Las Venas Abiertas de América Latina. Habían pasado décadas, pero todavía lo anclaban a un libro escrito en 1971. Su obra más íntima, privilegiada al acompañarlo, era en realidad la que palpitaba en una pequeña libreta que llevaba consigo allá donde iba. Era periodista. Levantaba sus ojos de águila, y escribía.

Supo trasladar a la palabra sortilegios de la vida cotidiana, héroes anónimos, anécdotas furtivas. Sus días no eran ocupados, se enredaban. Le daban alegrías las alegrías ajenas. En un intercambio epistolar, no mandaba abrazos. Abrazaba directamente, y besaba desde la distancia.

Hace años que lo apuraban problemas de salud, pero en confianza, él deshacía preocupaciones en el aire. Todavía bebía el café a sorbitos, y la vida, sin apuros.

“Tenemos que conocernos para empezar a reconocernos, para saber todo lo que podemos aprender del otro”, murmuró despacito en un diálogo en 2010 con esta cronista. “El sistema dominante de hoy nos impone una verdad única, una única voz, la dictadura del pensamiento único que niega la diversidad de la vida y que por lo tanto la encoge, la reduce a la casi nada. Lo mejor que el mundo tiene está en la cantidad de mundos que él alberga, y eso vale a su vez para América Latina. Lo mejor de ella es la cantidad de Américas que contiene”.

Eduardo Galeano retrucaba con la palabra, se reía con ella. Pero la pluma que acompañaba su cuaderno latiente se revolvía exasperada al escribir sobre ese ser vivo y doliente que para él era esta parte del mundo, un “arcoiris terrestre, que ha sido mutilado por unos cuantos siglos de racismo, de machismo y de militarismo”.

Lo aguijoneaban la esperanza y las contradicciones de una América Latina que buscaba desprenderse de “viejos demonios” como los que la arrastraban a la cultura de la impotencia. “Nos han dejado ciegos de nosotros mismos. Es necesario recuperar la diversidad para celebrar el hecho de que somos más que lo que nos dijeron que somos”, argüía con picardía.

Por eso, decía, no hay que tenerle miedo a la verdad de la vida. “Hay que celebrarla, porque lo mejor que tiene la vida es su diversidad. El sistema que domina el planeta nos propone una opción muy clara. Hay que elegir, a ver si querés morirte de hambre o de aburrimiento. Yo no me quiero morir de ninguna de las dos”.

No se murió de ninguna de las dos. Cuando los embates de la enfermedad empezaron a apartarlo sin conmiseración de los trajines públicos, él se resguardaba en el silencio, de puntillas. “El tiempo no acaba aunque me acabe yo”, me escribió en cierta ocasión. “De todos modos, tengo pruebas irrefutables de que me queda cuerda para rato”.

Esa cuerda ahora ha quedado inmóvil, detenida en el rastro de todos sus libros que todavía son el testimonio excepcional de la voz que vestía sus palabras al ensalzar de manera irrepetible la complejidad de un continente que hoy llora su ausencia.

* Artículo publicado el 11 de abril de 2015 en La Marea.

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