Comienza a llegar el frío a Buenos Aires de forma paulatina después de algunos amagos previos en los que la gente aseguraba que “ahora sí que se viene el invierno”. Sucede, al parecer, lo nunca visto en la ciudad: que hasta ahora hayamos tenido una media de casi treinta grados a finales de mayo es algo inusual, cuando por lo general la calidez del verano se retira cada año a partir de mediados de abril.
Yo puedo notarlo en mis manos, que tienen una hipersensibilidad al frío y que son capaces de permanecer gélidas incluso con el calor más bochornoso. Ahora están entumecidas, y la torpeza en los movimientos de los dedos que notaba con facilidad a la hora de tocar el piano la siento ahora apenas me pongo a escribir en el ordenador.
Por lo demás, empiezan a ser frecuentes algunos problemas de índole cotidiana bastante desconcertantes. Tiene ya largo recorrido el problema urbano que constituye desde hace tiempo la adquisición e intercambio de monedas. A todo el mundo le faltan, y son muchos los negocios que piden al comprador que sea comprensivo con la carencia de dinero en metálico y que en la medida de lo posible tenga la gentileza de pagar el precio exacto.
El inconveniente se agudiza en los llamados colectivos –autobuses–, en donde las máquinas allí dispuestas no aceptan otra cosa que no sea calderilla. El conductor no interviene. El pitorreo ya es evidente cuando algunas ni siquiera ofrecen cambio. El pasajero tiene que arreglárselas para subir con el importe preciso, y si todos los habitantes de la ciudad salen a la calle de antemano con el objetivo de recolectar pesos en metálico por doquier, se comprenderá los casos de apuro que se presentan en el transcurso de la jornada.
De entrada se incita a la mentira. Si alguien utiliza mucho el transporte público se verá en la necesidad de convertir en una prioridad la recolección de monedas, así tenga que adoptar un rostro compungido en cada tienda para negar que las tenga en su posesión.
En ese caso uno saca con cuidado la cartera, procurando que no suenen en ese movimiento las monedas que con mucho celo se han ido guardado en el compartimiento correspondiente. Para ello la sujeta con precaución, la mueve despacio hasta que accede a algún billete, y lo deposita con cuidado ante el dependiente, en medio de una febril ansiedad que le causa la idea de que un tintineo improvisado del portamonedas le delate. Una vez recibido el cambio, la cara de alivio o la sonrisa de triunfo son habituales, y la rapidez con la que uno se apodera de las monedas, también.
El Gobierno se entrampó a sí solo cuando anunció que para mayo cambiaría esta situación con la creación de un boleto eletrónico. La idea es que se extienda a los autobuses el sistema de pago que existe en el subte –metro– en donde se puede adquirir una tarjeta que uno puede ir recargando con comodidad en las estaciones. A la espera de una solución, la picaresca en el negocio de las monedas ha desarrollado una asombrosa imaginación, sobre todo a través de un mercado extraño que muchos utilizan para vender el suelto que tienen por encima de su valor.
¿Recuerdan eso de que nadie da duros a pesetas? Eso será en España. Aquí en Buenos Aires no queda otro remedio.
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Jejejejej
ResponderEliminarrelato de una periodista-buscamonedas por la gran ciudad de buenos aires!
Me encanta ana.
Oye todo bien?
Que tal tu casita? se me echa algo de menos!!
escribo poco, pero me acuerdo mucho de ti.
Por aqui resurgiendo, como el fenix creo... con mil trabajos pendientes.. y eso. Ayer presente la experiencia de argenitna, y a te pasare el minivideo , sales por ahi!
Un abrazo rubia, te cuidas eh?
Hola, linda:
ResponderEliminarAcabo de ver tu comentario. Quiero ese documental ¡ya!
En esas lo colgamos en Internet...
Hablamos después. Beso grande.