No es fácil sobrellevar un derrocamiento y un exilio involuntario, pero el estar encerrado en una embajada de tu país por casi dos meses y sin poder salir, debe ser cuanto menos angustiante. No digamos si a ello se le une un golpe de Estado que, ya sea por omisión o inacción de la comunidad internacional, es legitimado cada día que pasa.
El presidente de Honduras, Manuel Zelaya, se ha cansado de que le tomen el pelo con tanto descaro. El sinfín de acuerdos y conversaciones, arreglos y desavenencias acabaron por agotarlo también a él. Renunció a lo más legítimo de su lucha, que era su convicción de no negociar en ningún caso con los golpistas.
El 30 de octubre se resignó a firmar el Acuerdo de Tegucigalpa-San José por el que renunciaba a convocar una Asamblea Constituyente que pudiera reformar la Carta Magna, y accedía a la creación de un Gobierno de Unidad y Reconciliación en el que podían ser incluidos los que hoy detentan el poder en su país.
Se terminó entonces el principio de “no hay trato con golpistas porque ello significaría legitimar la autoridad que han usurpado”. Acabó por ceder, después de una lucha diaria que está por cumplir su quinto mes, en cuanto rubricó con su firma el acuerdo. Y ha tardado una semana en arrepentirse.
Lo primero que hizo fue rechazar el pacto. Su decisión se justificaba en el incumplimiento del acuerdo por parte de la parte contraria (recordemos, el lado golpista que pasa a formar parte de un acuerdo con ínfulas de legalidad). Micheletti había formado el famoso Gobierno de unidad con sus acólitos, pero no con los de Zelaya.
¿Quién puede pretender que los pasaron embravecidos sobre un Gobierno legítimo se cuiden ahora en las formas y se pongan serios con un tratado de pacotilla? No respetaron la Constitución hondureña, ¿y se iban a sujetar a un papelillo, por mucho apoyo de la OEA que tuviera?
Qué ingenuidad. Pero qué derrota, también, la de un Zelaya que parecía dispuesto a todo salvo a la posibilidad de charlar con Micheletti como si de un homólogo se tratara. Al final se ha dado cuenta, pero ha necesitado que el Gobierno de facto transformara el convenio en un escarnio para el presidente legítimo hondureño.
Estados Unidos
Zelaya se dejó arrastrar por Estados Unidos, que lideró el proceso, y la OEA, que se ofreció como garante del acuerdo. Todos se animaron con la idea de que la crisis terminara. Así fuera a toda costa, así fuera convirtiendo en interlocutor válido a la delegación representante de Micheletti.
El presidente hondureño se dio cuenta de la trampa, pero tarde. Por primera vez desde el golpe de Estado se ha permitido el lujo de enfilar sin miedo al presidente Barack Obama, y él, pequeño dirigente de un país aún más minúsculo, ha proclamado contra el todopoderoso la decepción que sólo ahora le ha estallado entre las manos: “Estados Unidos ha dejado de ser el futuro para ser el pasado nuevamente, el de los golpes de Estado, de las elecciones impuestas, de los fraudes electorales”, dijo.
Porque la virtud de Zelaya, que fue la de resistir en un comienzo, se transformó sutilmente en lo que luego sería su gran fallo: la espera. La espera de que Estados Unidos se decidiese a no encubrir el golpe, que se hubiera desplomado en 24 horas si el coloso norteamericano hubiera congelado las cuentas bancarias del Gobierno de facto o si hubiera bloqueado las remesas de los migrantes hondureños, como bien señaló Atilio Borón. Sin dinero, el Ejecutivo se hubiera caído como un castillo de naipes.
Zelaya lo sabía, pero aguantó. Se creyó los guiños de complicidad que venían del vecino de arriba. Trató de convertir a Estados Unidos en su principal aliado, lo eligió como preferido frente a la OEA o a la ONU, se confió a él más que a los países de América Latina, y perdió.
Todavía hoy, en un gesto instintivo, escribe cartas al presidente Obama para explicarle el por qué de su rechazo al acuerdo. Si en vez de perderse en tácticas dilatorias Zelaya hubiera apuntado bien alto, se hubiera atrevido a volcar el apoyo internacional en una presión constante hacia Estados Unidos. Y ahí podríamos haber visto el resultado de una resistencia que, sin embargo, ha terminado por perder sus ropajes en el camino.
miércoles, 18 de noviembre de 2009
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